Un viaje en el tiempo, un jueves por la tarde

Anteayer llegué a casa a las 21:10, prácticamente deseperado por quitarme las botas de lluvia, comer algo (merendar más específicamente) y darme una ducha caliente.

Había hecho una maratón de 4 horas y 10 minutos con un propósito muy claro. Pero mientras transitaba el viaje de ida, los límites de espacio y tiempo se volvieron difusos.

Tenía agendada una cita a las 18:00 pero no era una visita cualquiera. La había planificado hacía cerca de un mes y la había tenido que postergar sistemáticamente por distintos acontecimientos de la vida cotidiana. Y esta vez no quería postergarla más. Me sentía ansioso y Google Calendar sólo había profundizado mi ansiedad recordándome una y otra vez en las últimas 48 horas ese compromiso.

Contrario a lo que cualquiera podría suponer, el cielo caliginoso sólo me animaba más. Sabía que tendría un gran viaje y que volvería agotado pero el objetivo bien valdría el esfuerzo; y bien que lo valió.

Me monté en el Subte D y al llegar a la estación 9 de Julio para combinar con la línea C me encontré con una masa humana, un bloqueo total en mi objetivo; lo cual no hizo sino aumentar mi ansiedad.

Sentí la enorme necesidad de salir a tomar aire. Sin pensarlo demasiado y ante la imposibilidad de volver sobre los pasillos atiborrados de seres humanos, decidí salir a la superficie. Me quedaban no menos de 2 ó 3 km por recorrer y me pareció inviable hacerlo a pie. Decidí volver a entrar al Subte D y completar el camino hasta la estación Catedral. Combiné con la línea E en un acto realmente desesperado y a pesar de la falta de aire, finalmente llegué a destino.

Había llegado oficialmente a San Telmo. Eran poco menos de las 18 y sólo me faltaban unos 300 metros para mi destino; mi excitación sólo se incrementaba a cada paso.

Detrás del vitraux, se veía una cálida atmósfera color naranja. Toqué el timbre y rápidamente un señor mayor, de contextura pequeña, me recibió con una sonrisa. Nos presentamos adivinando nuestros nombres. Nunca nos habíamos visto antes y habíamos intercambiado brevemente por email; pero lo sentía familiar.

Todo se sentía tan familiar en ese lugar. Cada calle, cada casona desvencijada, cada zaguán.

Marcos sin dudas estaba muy bien preparado para nuestra cita. Había seleccionado pulcramente 31 carpetas y de cada una iban brotando hojas y más hojas como si de semillas se tratasen.

El olor a papel vetusto era embriagador. Estaba en ese momento, viajando más lejos de lo que yo esperaba. Por cada portada, un recuerdo; por cada papel ajado, un suspiro.

Dejé mi DNI como garantía de no fugarme con los tesoros que me habían confiado, tomé el pilón de hojas y salí por la puerta con una ansiedad difícil de controlar. Crucé la calle por la mitad, mirando apenas por seguridad; algo que normalmente jamás haría.

Unos 30 minutos después volví, recuperé mi DNI y sentí la enorme necesidad de saber más de Marcos y del lugar mágico del que era custodio bibliotecario. Marcos me mostró el lugar, me contó de cómo él lo había conocido y se había enamorado a primera vista (igual que yo ese día); y cómo rápidamente se había convertido en su razón de existir luego que su amada esposa decidiera partir luego de 50 años juntos.

Mientras me contaba su historia, parados y ambos visiblemente agotados, sonaba música clásica de fondo. La Academia Porteña del Lunfardo es uno de esos rincones en dónde a uno le gustaría perderse tardes enteras munido de un buen café ó por qué no, unos mates.

Decenas de cuadros plagan sus paredes, libros por doquier y el olor particular de la nostalgia para quienes consideramos que lo viejo no es obsoleto sino sólo una circustancia de un reloj demasiado apresurado.

Para algunos, viajé estúpidamente durante horas, lidié con las muchedumbres y el sopor del transporte público, la llovizna, las veredas rotas por un simple puñado de papeles sin demasiado significado. Pero yo sentí que viajé exactamente al lugar a dónde ese día tenía que estar; a dónde mi corazón me había guiado, persiguiendo una de las cosas que más amo en la vida: el tango.

Mientras regresaba a casa, soñaba despierto en cómo íbamos a desmenuzar con mi tocayo y amigo pianista ese enorme legado que nos había sido confiado. Cómo íbamos a abordarlo con seriedad y respeto por sus creadores. Esas partituras que ahora viajaban en una sección de mi mochila, eran mucho más que simple papel; era legado, era historia, era cultura porteña, era lunfardo y era por supuesto, la música más extrordinaria de la que pude enamorarme alguna vez, de la voz de mi padre y de muchos grandes cantores que no sólo la interpretaron deliciosamente sino que también la tiñeron de sus propias historias, sus risas y sus llantos.

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